Por Alejandro Moreira* - Tecl@ Eñe
En agosto de 2016, la cátedra de Proyectos Argentinos y Latinoamericanos de la Facultad de Ciencias Políticas y RR II de Rosario, organizó un homenaje a Horacio González en ocasión de su retiro como profesor de la Universidad Nacional de Rosario. En el acto hablaron quienes habían trabajado con Horacio en Ciencias Políticas, Walter Aquino y Sebastián Artola; y quienes habían sido sus colegas y asistentes en Humanidades y artes, Roberto Retamoso, Juan José Giani y Alejandro Moreira, quien nos envía este texto sobre el legado de Horacio González.
Apuntes sobre el legado de Horacio González
En
el Foro
por la Emancipación y la igualdad que tuvo lugar en Buenos
Aires, en mayo de 2015, Jorge Alemán ensayó un elogio de Horacio González tan
breve como certero: “Borges decía que admiraba a Lugones
hasta el devoto plagio. Bueno… es imposible plagiar a Horacio González porque
el lugar desde donde brota su escritura es indeterminable; es difícil saber
desde donde escribe Horacio, pero sí puedo decir que nadie como él ha
atravesado todos los legados históricos de la Argentina, y ha pensado a la
Argentina y sus legados haciendo de los mismos una lectura del mundo, y a la
vez ha hecho una lectura del mundo haciendo intervenir esos legados simbólicos
argentinos, por eso, para mí, Horacio es mucho más que el director de la
Biblioteca Nacional: es el hacedor de nuestra Biblioteca Nacional”.
Coincidimos con Alemán sobre el lugar que ocupa Horacio González en la cultura argentina, por eso estamos aquí esta noche, pero cada uno habrá llegado a esa conclusión a través de razones y lecturas muy diversas. Intentaré en lo que sigue exponer las mías, a partir del recuerdo de sus clases, la lectura de sus escritos, las cervezas en el Bar Blanco y largas conversaciones con compañeros de la Universidad Nacional de Rosario.
1. Los setenta: la bengala perdida.
El
23 de enero de 1989, en las postrimerías del gobierno de Raúl Alfonsín, un
pequeño grupo llamado “Movimiento Todos por la patria”, intentó tomar por las
armas un batallón del ejército en la localidad de La Tablada, en la provincia
de Buenos Aires. Bajo el argumento de que se preparaba una inminente
conspiración militar, los atacantes, al mando de Enrique Gorriarán Merlo,
contaban con hacerse del batallón y desde allí forzar –mágicamente- un
levantamiento popular. Lo cierto es que esta acción, que concluyó en una feroz
represión –esta vez legal y constitucional- brindó a los militares la
posibilidad imprevista de reivindicación pública, “la cifra añorada, la dama
nocturnal que la política argentina les procuraba en vano, esa ‘hipótesis de
conflicto’, que por fin adquiría rostro y los movimientos que el refinado
cliente deseaba”. El incidente terminó resultando una verdadera catástrofe para
el espectro político y cultural de la izquierda del país, en especial para las
organizaciones de derechos humanos. Allí se terminó para siempre la primavera
democrática.
El
copamiento de la Tablada fue unánimemente repudiado, pero pocos se atrevieron a
trascender el anatema para pensar lo ocurrido. En este caso nos interesa
rescatar un escrito de Horacio González que lleva como título La
Bengala Perdida[1]– publicado en
una compilación titulada La izquierda y la Tablada,
que me temo ahora inhallable. En soledad, González, inscribió La
Tablada en un registro que se desplazaba por completo del
clima de ideas imperantes en la época y de las miradas sobre el pasado reciente
–la nostalgia o la clausura- para esbozar un cruce entre memoria e historia que
interpelaba directamente a los miembros de la generación del setenta, es decir
a quienes protagonizaron la experiencia revolucionaria en la Argentina.
Escrito pocas semanas más tarde, en un contexto cargado de temor y angustia, La Bengala perdida no buscó desligarse de lo acaecido sino más bien enfrentarlo: “no se insulta un enigma: se le exige que revele su inexplicable ajenidad”. No nos detendremos en los diversos momentos del artículo sino en el gesto de cuño weberiano que lo atraviesa, a saber: que lo que rechazamos no debe transformase en algo menos sino en algo más que pensar, algo que Horacio enseñaba en sus clases de Teoría Política sobre el pensador alemán. En ese ejercicio, González trabajará como un historiador en un sentido muy clásico, apelará entonces a relatos y tradiciones condensando con maestría múltiples planos de análisis que permiten que ese acontecimiento adquiera sentido. De tal manera, La Tablada se vuelve un momento tardío, horroroso, pero momento al fin de la tradición de la izquierda argentina.
En la red de
significados que lo explican también estamos implicados nosotros -dice
González: “Por
eso, cuando rechazamos las premisas y las consecuencias de La Tablada, es una
ardua reconstrucción teórico-biográfica la que debemos hacer, porque ella no
estaba afuera sino en el interior de momentos olvidados y sonámbulos de nuestra
propia cabeza. Quien la condena desde la terapia, la ciencia, la razón o
simplemente el fastidio, en verdad no la está condenando, sino rehaciendo su
propia biografía, con sus poros más sensibles ahora obstruidos. Sólo
comprendiendo hay recusa. Sólo rechazando con severo dolor es que podemos
comprender”.
Las conclusiones a las que llegaba González eran posibles porque en su perspectiva el análisis descansa en una mirada fuertemente trágica del mundo. Pensar la acción supone en este caso asumir literalmente la figura que define a los sujetos como personajes lanzados al teatro de la historia para actuar un drama cuyo guión en buena medida desconocen. En esto, González se acerca a Tulio Halperin Donghi. Sólo que, si en ese historiador la impronta trágica se vuelve las más de las veces ironía apática, en el caso de González las derivaciones éticas y políticas son muy distintas. Porque la manera de entender la experiencia de los setenta que propone González no busca exorcizar las culpas del pasado –no convoca a sus antiguos compañeros a arrepentirse una vez más, sino a integrarlas a partir de lo trágico. Aquí La Bengala perdida nos lleva décadas atrás, hacia Contorno: “lo trágico entendido como la intimidad de sí mismo asumida y que tolera en sí la brasa viva de lo intolerable” –decía a fines de los años cincuenta León Rozitchner, pasaje que rescato de un estudio crítico
hecho por Analía
Capdevila y Nora Avaro, de la escuela de Letras de Humanidades y artes[2]. Pero tampoco
los invita a avergonzarse de sus transmutaciones, a renegar de lo que fueron y dejaron
de ser, porque sabe que el tiempo es la imposibilidad de la verdad de coincidir
consigo misma. He aquí otro rasgo distintivo de Horacio: En los Epílogos del
tomo III de La Voluntad de
Anguita y Caparrós, que lo tiene como protagonista, González afirmaba: “Ahora
podría leer La Voluntad sabiendo que sería infinito el esfuerzo por reconocerme
en relatos que sin embargo nada traicionan, nada contradicen. Es que, en el
fondo, si nada se abandona, es porque suele haber en todas las cosas un cuño
involuntario y desconocido, que por lo poco que conocemos de nuestra voluntad,
precisamente siempre tratamos de explicar”.
En
otras palabras, enfrentada a una época de excepción (y en este caso a su peor
repetición), la mirada que propone González no es la que se anonada frente a lo
acontecido y lo desconoce sino la que se hace cargo de aquel pasado y de este
presente y lo trasunta en autocrítica (que debe entenderse, ante todo, como
auto comprensión): “Poco importaría que (La Tablada) no
nos favorezca, si no sabemos desentrañarla en sus componentes profundos. Y si
también sabemos mirarnos en ese espejo entonces podremos iniciar los trabajosos
compromisos para trazar un nuevo límite que no expulse la Tablada como locura
de los otros, sino que la incorpore como la crítica que aún debíamos aprender a
hacer”.
El
gesto de González se ubicaba en una dimensión que había sido completamente
eclipsada por los lenguajes imperantes en la llamada “transición democrática”;
en contra de las buenas conciencias –en contra de aquellos que,
misteriosamente, han creído y siguen creyendo que sumergirse en las aguas de la
trivialidad socialdemócrata los eximiría del juicio de la historia-
convocaba a su generación a mirarse a sí misma a los ojos –ejercicio que ya
había ensayado hacia 1986 en una conferencia memorable, Contra
Oscar Terán, en ocasión del Congreso Nacional de Filosofía que se
llevó a cabo hacia 1986 en Puerto General San Martín[3] -puerto
agroexportador ubicado algunos kilómetros al norte de Rosario donde Horacio
editó durante varios años los Cuadernos de la Comuna desde
su secretaría de cultura. Recordemos aquí que en, soledad, esa y algunas
pocas voces que permitían entrever otra forma de construcción de la memoria más
allá de la nostalgia y del olvido, pasaron entonces desapercibidas; fueron, a
su modo, otras tantas bengalas perdidas. La lucha por la memoria, que no es más
que la lucha por otro porvenir, obliga a reestablecer la relación crítica con
los años setenta –tal es la lección que nos dejaba La Bengala Perdida;
ahí se cifra la posibilidad de un diálogo que permita la transmisión de aquella
experiencia entre diferentes generaciones, así como la posibilidad de una
memoria sin concesiones ni mandatos que en lugar de inhibir la acción la abra
hacia el futuro.
Hace
un momento hacíamos mención a Halperin Donghi, a quien Horacio ha dedicado
páginas atentas, y a quien como director de la Biblioteca Nacional rindió
merecido homenaje en unas jornadas que tuvieron lugar en junio de 2015; (Jornadas
Tulio Halperin Donghi. Entre la tormenta de la historia y los espejos del mundo).
En la apertura de ese encuentro, Horacio recordó sus (fallidos) intentos de
vincularse con Halperin, su invitación para escribir en la revista de la
Biblioteca y las sutiles y no tan sutiles negativas del historiador, entre
ellas la última carta en la que afirmaba que no quería “participar de una experiencia
que me recuerda tan fervorosamente los pasos decididos que da un país hacia su
necesaria decadencia”.
Esa
breve y equivocada profecía del historiador me recordó un ciclo de conferencias
que hacia octubre de 2005 organizó la cátedra de Literatura Argentina de la
Facultad de Humanidades y artes de Rosario en Biblioteca Argentina. En
una de las jornadas expusieron Horacio González, el mismo Halperin y el
escritor Sergio Raimondi de Bahía Blanca, quien a la sazón resultó la
revelación de una noche dedicada a la figura de Sarmiento. Después, el
grupo fue a cenar a la vuelta, por calle Roca. Y allí fuimos testigos del
momento en que González se retiraba a medianoche para pegarse la vuelta en
ómnibus a Buenos Aires, como tantas otras veces. Pero antes se acercó a
Halperin y lo invitó a hablar en Biblioteca Nacional. El gesto de González era
el de un discípulo que saludaba a un bronce, su viejo profesor, y la invitación
no era un formalismo para cerrar la velada, sino que se la advertía muy seria e
insistente. Halperin se mostró levemente turbado por la invitación y su
respuesta fue amablemente evasiva -respondió que ya regresaba a Estados Unidos,
que quizás podría ser en el futuro. Pero, apenas retirado Horacio, Halperin,
consuetudinariamente irónico, agregó a quienes lo acompañábamos, que ese futuro
no llegaría nunca porque si algo era seguro era que González no duraría mucho
en su cargo de funcionario, y cualquier otro desconocido lo ocuparía al año
siguiente. Como sabemos, esa predicción no se cumplió. González continuó siendo
director de la Biblioteca Nacional casi una década, en esa gestión la
Hemeroteca pasó a llamarse Ezequiel Martínez Estrada y allí se velaron los
restos de León Rozitchner; y, en fin, el kirchnerismo llegó a su conclusión
hacia 2015 – en la transición más tranquila que haya tenido la Argentina en
último siglo.
González
siguió siendo director de la Biblioteca Nacional – decíamos- y fue como parte
de su proyecto cultural, que nunca desmintió su sesgo nacional y popular, que
se organizaron las Jornadas de homenaje póstumo al viejo Halperin a las que
referimos. Allí participaron un abanico abigarrado de intelectuales argentinos
de diversa procedencia quienes más allá de infinitas disidencias
historiográficas y políticas coincidimos en una cosa: que Halperin Donghi es en
efecto el más grande historiador argentino. Importa recordar que este encuentro
no necesitó apelar a formulismos consensualistas para poner en acto un modo de
comprensión de la cultura, (y en este caso del lugar del gran historiador
argentino), en que la consideración final solo puede comprenderse al interior
de una conversación plural e incesante, que por definición no tiene cierre y
del que nos enriquecemos todos. Ese es el intercambio en diagonal que González
siempre impulsó, y que explica su voluntad de promover debates públicos con
enconados adversarios en el campo de las ideas, incluso con algunos que poco
tienen ya por decir, como Beatriz Sarlo.
En
ese marco, el cruce imprevisto entre las posiciones de Halperín y de González
puede resultar enriquecedor siempre y cuando intentemos conjugarlas. Nos
permite, por ejemplo, observar dos modos de trabajar la tensión entre tragedia
e historia. Sólo que si en Halperín , como indicáramos, la impronta
trágica se resuelve las más de las veces en ironía apática – desde
lejos el historiador observa con mesurada resignación el acontecer de las
cosas y deja al lector el juicio final sobre aquello que cuenta, a
sabiendas que el mundo es indescifrable y que ese juicio será imposible-; en el
caso de Horacio González las derivaciones éticas y políticas de esa mirada
trágica son muy distintas, ya que exige traer a la “escena indagada una
verdad real (…) en tanto irresolución de la verdad, en tanto verdad
contradictoria, equívoca” con los claroscuros, con las
intermitencias entre intenciones y resultados, entre conciencia y evidencia,
entre razón y martirio, entre credos y muertes -decía Nicolás Casullo- lo que
conlleva una actualización de la tragedia (que es también del mito) como modo
de aprendizaje que una comunidad debe realizar sobre sí misma.[4]
En
suma, la verdadera discusión que González esbozó con Halperín pasa por la
manera de concebir y usar los mitos, en este caso aquellos que fundan una
nación y sostienen su cultura, habida cuenta que nuestro historiador se ha
empecinado con un talento inigualable en disolverlos, acentuando lo que en
verdad es la función crítica de una disciplina racionalista y secularizadora
como la historia. En suma, se trata de pensar la manera como lidiamos con
nuestros orígenes y ello, que supone reflexionar sobre los modos en que una
sociedad asume su versiones identitarias articulándolas con prácticas
democráticas, es decir, neutralizando los rasgos totalitarios inherentes a
todos los mitos, al tiempo que, en ardua tensión, evitamos no obstante
anularlos, puesto que sin esa dimensión mítica -he aquí
otra gran lección de González- no hay historia de una nación ni
tampoco república posible.
Pero
cerremos entonces aquel recuerdo: el 11 y 12 de junio de 2015 se realizó
un homenaje a Halperin Donghi en Biblioteca Nacional en el que participaron
incluso algunos intelectuales que en su gorilismo han mostrado una extraña
terquedad por no comprender todo lo bueno que ha ocurrido en estas latitudes
entre 2003 y 2015. No me cabe duda alguna que con el paso del tiempo los
unos y los otros experimentarán un sentimiento de nostalgia cada vez más fuerte
frente a aquel homenaje y frente a tantos otros eventos promovidos por
González. Quizás podamos entonces desembarazarnos de la carcasa de la
alienación mass mediática que de tantas maneras nos atenaza para poder
encontrar una evaluación justa de ese extraordinario período de la cultura
argentina.
3. Etica y política: Parque Indoamericano.
Por
último, quisiera detenerme en un artículo que Horacio escribió en Página
12 (11/12/2010), en ocasión de la ocupación y disputa por el
Parque Indoamericano en Buenos Aires, en diciembre de 2010, ocasión, a no
olvidarlo, en que Macri, entonces Jefe de Gobierno, acusó a paraguayos y
“peruanos narcos” de los disturbios que se llevaron varias muertes. Otra vez
Horacio se desplazaba del sentido común más mediático, de las tapas del diario,
de las especulaciones y las teorías conspirativas de unos y otros: Una
moral “sin más”, se llama este escrito y su interés
radica en que en él se advierte la exigencia -a la aludíamos más
arriba- de una comprensión de los fenómenos históricos a partir de una
perspectiva que incorpore la dimensión trágica en el examen de una
vida comunitaria desgarrada, al tiempo que constituye una
dura interpelación a la militancia política -a la propia militancia K –
convocada a asumir una moral que, contra la costumbre, no
conocerá atajos ni pretextos frente a las violencia promovida por
el Estado y sus agentes: La sociedad argentina está decidiendo.
Ahora mismo, y en cada militante social, sobre todo entre los que ven con
especial simpatía los tiempos que transcurren, está decidiendo sobre una
disyuntiva. O bien triunfa una moral pequeña, que se pregunte “a quién
beneficia esto”. O prospera una moral sin más. Esta última es la moral que
percibe que son las propias transformaciones ya practicadas las que están en
peligro cuando ocurren episodios mortíferos como los que comentamos. No actuar
contra ellos políticamente, sin ningún otro tipo de consideración, “sin más”,
lejos de convertirnos en almas candorosas “que no sabemos medir la correlación
de fuerzas”, nos convierte en conciencias nuevas para un destino de justicia
renovado en el país. Renovando la autorreflexión de todos los sujetos
actuantes, la de los movimientos sociales, y la del Estado, que debe
autocontener lo que debe monopolizar, en especial la violencia.
Dejemos
a investigadores del futuro la tarea de cotejar estas líneas con el espíritu
que guía La
Ética picaresca, editado en los años ochenta. Aquí solo nos
interesa subrayar lo que importa de ese pasaje: una ética y, otra vez, una
autorreflexión colectiva al interior de una reforma moral e intelectual que se
integra en la apuesta por una nueva política, otra política que todos deberemos
aprender a hacer.
Telam |
4. Cierre
Digo
las cosas que me salen espontáneamente, sabiendo que dejamos muchas otras cosas
en paréntesis, (bastará señalar que buena parte de los artículos publicados por
Horacio en estos últimos años parecen capítulos por entrega de una larga y
profunda reflexión sobre la lengua). En breve: Nos deja una
propuesta política que puede entreverse en el último apartado del Kirchnerismo
como controversia cultural–una alerta sobre el paradigma
desarrollista y sobre el modo de comprender el frentismo y la conjunción de las
tradiciones socialistas y nacionales; en el plano de la producción intelectual
deja un llamado a reflexionar autónomamente y producir un
conocimiento, un pensamiento, argentino que sea mucho más que recepción de lo
ajeno –aquí vale la pena la lectura de la Crisálida, metamorfosis y dialéctica,
y los señalamientos que Horacio hace a la obra excepcional de Jorge
Dotti, en especial a su recepción de Carl Schmitt en la Argentina,
y también, en el mismo sentido, los pasajes finales de la Ética
picaresca. Y, bajo su estela, y la de otros autores, deja una
enorme cantidad de lectores desparramados en las latitudes más lejanas e
imprevistas de este país que constituyen una nueva generación intelectual, que
más allá de la pluralidad de adscripciones ideológicas podríamos llamar
“kirchnerista”, del mismo modo que el grupo Contorno se definía a
fines de los 50 como generación ineludiblemente ligada la experiencia
peronista.
Y
aquí quiero decir que hemos comenzado con una cita a modo de epígrafe de
un autor justamente reconocido como Jorge Alemán, pero quisiera decir que lo
que más me ha impactado en estos años, por ejemplo en mi trabajo en
Paraná, son los relatos de alumnos entrerrianos que leían en su adolescencia a
Horacio en Página
12, sin entender demasiado, pero intuyendo que allí había
algo que enseñaba no sobre las ciencias sociales, sino sobre la vida, sobre el
mundo; uno de ellos, Eduardo Medina, me envió tiempo atrás un escrito
cuyo final comparto: “Horacio –decía- es nuestro”. Y, por último,
en esta Universidad de Rosario nos deja sus enseñanzas en Facultad de
Humanidades –de Gramsci y Habermas a Scalabrini Ortiz y John
William Cooke- y esta cátedra de Proyectos argentinos y
Latinoamericanos de la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones
Internacionales que seguramente sabrá continuar muchos años trabajando la senda
abierta por Horacio –algunos de cuyos vértices éticos y políticos hemos
intentando delinear- y a cuyos gestores agradecemos, por lo demás, la
posibilidad de hablar en esta maravillosa ocasión.
Termino:
Por estas y por muchas otras razones las lecturas y las clases de Horacio no
sólo nos han vuelto a todos los que tuvimos la suerte de seguirlas un poco más
sabios; sobre todas las cosas nos han hecho a todos éticamente mejores. Hacer
de una clase la transmisión de un saber, una intervención política y una obra
de arte: esa es la enseñanza de Horacio González. Por eso estamos aquí, para
rendirle este homenaje y agradecerle todo lo que ha hecho por nosotros, por
nuestras facultades y por la cultura argentina. Muchas gracias.
Referencias:
[1]Horacio González, “La bengala perdida”, en La
izquierda y la Tablada, (compliación de Alberto Kohen y Rodolfo
Mattarollo), Ediciones Cuadernos de Ideas, marzo de 1989.
[2] León Rozitchner, “A propósito de El juez de H.A.Murena”, en
Nora Avaro y Analía Capdevila, Denuncialistas. Literatura y polémica
en los ’50, Buenos Aires, 2004, op. cit. p. 206.
[3] La conferencia, dictada en ocasión del Congreso Nacional de
Filosofía y Ciencias Sociales llevado a cabo en Puerto General San Martín en
noviembre de 1986, puede leerse en Revista En
Diagonal, UNR editora, año 1, n° 1, octubre de 2006.
[4] Nicolás Casullo, “Memoria y revolución”, en Lucha
Armada en la Argentina, Año 2, n° 6, Buenos Aires, 2006.
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