Monumento dedicado a Orlando Letelier y Ronni Moffitt, en el Sheridan Circle, Washington DC. Foto: Cubadebate |
Hoy, en la media noche, Cuba habrá salido de la lista de países que patrocinan el terrorismo y emite cada año el Departamento de Estado de los EEUU. Se completaría el plazo de 45 días otorgado al Congreso para oponer un bloqueo a la medida, algo que parece improbable, porque el legislativo se encuentra esta semana en uno de sus numerosos períodos de vacaciones y por lo tanto, sin sesiones. La posibilidad de que los congresistas retornen a Washington de emergencia para tratar este tema son casi nulas, según los analistas de la política local.
El hecho pone fin a una larga injusticia, aunque apenas aparezca mencionado en los diarios estadounidenses de la mañana. Algunos se han limitado a replicar en las páginas interiores un despacho de agencia, en el que se recuerda que la salida de Cuba de la lista fue notificada por el presidente Barack Obama al Congreso el pasado 14 de abril, y que el proceso concluirá con la formalidad de un aviso en el Federal Register, la Gaceta oficial estadounidense, cosa que ocurrirá probablemente el lunes.
Hasta aquí los datos fríos. Quizás si no hubiera estado en Washington DC esta semana, no habría reparado en algo de lo cual me habló hace unos años el estadounidense Saúl Landau, cineasta, escritor, luchador infatigable por el regreso de los Cinco a la Isla, quien murió sin verlos de vuelta en Cuba. La Casa Blanca y el Capitolio –la sede del Congreso- están solo a unas pocas millas de distancia del Sheridan Circle, el lugar donde estalló la bomba que terroristas cubanos, domiciliados en Miami, pusieron debajo del carro que manejaba el diplomático chileno Orlando Letelier, y que le costó la vida a él y a su secretaria Ronni Moffitt, en 1976. Fue la explosión más pavorosa que se sintió en la capital de Estados Unidos antes del 11 de septiembre de 2001, cuando un avión de pasajeros se incrustó en un ala del Pentágono, tras los atentados terroristas.
El Sheridan Circle es una rotonda muy concurrida y todavía hoy un punto obligado para llegar al centro de la ciudad, en uno de los barrios más lujosos del país, pespunteado de palacetes, embajadas y edificios fastuosos. No tendría por qué estar asociada hoy a Cuba y a una nefasta lista, pero allí está la tarja que recuerda el lugar exacto de la detonación y a sus autores materiales, una cuadrilla de cubanos, ahora vejetes, que siguieron matando gente después de este hecho y que han vivido un retiro apacible en Miami.
Estoy parada en el mismo lugar del cual, tantas veces, le escuché hablar a Saúl. Puedo imaginar con mayor precisión lo ocurrido el 21 de septiembre de 1976, a las 9:40 de la mañana, y hasta ver la mano, en el carro gris de los asesinos, que presionó un botón e hizo saltar el carro que manejaba Orlando Letelier. Michael Moffitt –el esposo de Ronni, que sobrevivió milagrosamente- escuchó el sonido como “agua en un cable caliente” y luego vio un “destello blanco”. Disparado del auto por la explosión, Moffitt intentó sacar del carro a Letelier, que estaba inconsciente cerca de él. Lo arrastró hacia el árbol más cercano, al borde de la rotonda. Las piernas del chileno se habían separado del cuerpo y con la detonación, estaban arrojadas a unos 15 metros de distancia de Orlando. Ronni Moffitt salió por su cuenta del Chevrolet azul incendiado. Parecía estar bien, pero en realidad un fragmento de metal le había cortado una arteria próxima a la garganta y pronto moriría ahogada en su propia sangre.
Después se supo que Michael Townley, un norteamericano que trabajaba para la DINA -los servicios de inteligencia chilenos-, coordinó el plan bajo órdenes del dictador Augusto Pinochet. Townley reclutó al cubano Guillermo Novo y a su pandilla terrorista del llamado Movimiento Nacionalista Cubano, de Nueva Jersey, quienes lo ayudaron a adquirir los componentes para la bomba. Dos de ellos, José Dionisio Suárez y Virgilio Paz, se declararían culpables de “conspiración para el asesinato”. Cada uno fue condenado a 12 años y liberados bajo palabra después de cumplir siete. Esos dos iban en el auto que precedía al de Letelier cuando llegó al Sheridan Circle. Uno conducía el auto y el otro apretó los botones de control remoto que hizo estallar la bomba. Un jurado declaró culpable a Novo y a otros dos co-conspiradores, pero la decisión fue revocada en la apelación. Posteriormente Novo fue condenado solo por perjurio, por mentir al gran jurado acerca de su conocimiento del plan de asesinato.
Saúl repetía: “Es imposible que en la Casa Blanca y en el Capitolio no oyeran la detonación, y las sirenas de las patrullas, las ambulancias y los carros de bomberos que se dispararon por toda la ciudad”. Él había sido amigo de Letelier -canciller y ministro de Defensa de Salvador Allende- y le había cursado una invitación para trabajar en Washington, en el Instituto de Estudios Políticos (IPS), después que Orlando logró escapar de Chile, donde había estado un año preso tras el golpe de Estado de Augusto Pinochet.
“El terrorismo, para los que lo experimentan, significa la muerte de familiares y amigos. Significa trauma futuro, sueños violentos y ansiedad a largo plazo. El terrorismo significa llevar el terror a los corazones y a las mentes, independientemente de que el medio seleccionado sea un avión a reacción, disparar cohetes, colocar artefactos explosivos o fijar una bomba con adhesivo a un automóvil”, escribiría Saúl, autor con John Dinges de un libro extraordinario, en el que se narran los entresijos políticos de este crimen,Assassination On Embassy Row.
A las víctimas del terrorismo tanto como a los terroristas, no hay que buscarlos lejos de la Casa Blanca y del Congreso, es lo que quería advertirme Saúl cuando me contaba del Sheridan Circle, siempre desbordado por las lágrimas. Él conocía perfectamente los vínculos de la contrarrevolución de origen cubano con el poder estadounidense y las dictaduras latinoamericanas, que habían sacrificado a Orlando Letelier y Ronni Moffitt, tanto como a más de 3000 cubanos, que murieron a manos de sicarios protegidos por sucesivas administraciones en Washington.
Pero en una mañana espléndida como la de hoy, no en cualquier sitio sino de pie ante el discreto monumento de bronce y piedra dedicado a Letelier y a Moffitt en el Sheridan Circle, siento que comienza a repararse una enorme injusticia y que, por primera vez en más de 30 años, hay señales en el gobierno estadounidense de respeto por las víctimas cubanas y latinoamericanas del terrorismo. Me atrevería a decir que se honra también a amigos como Saúl Landau, que merecieron haber vivido para ver este momento y que tantas veces levantaron el lirio del sentido común frente a la muralla que criminalizaba a Cuba.
Y como es posible soñar cuando aparece cierta justicia, al anunciarse formalmente que la Isla salió de la lista en la que nunca debió estar, quizás hasta le escuchemos a John Kerry decir algo parecido a lo que expresó en el 2008, cuando EEUU decidió, después de sesenta años, sacar al africano más prestigioso del mundo, Nelson Mandela, de otro tenebroso catálogo: “Ayudará a borrar por fin la enorme vergüenza de haber deshonrado a este gran líder, incluido en la lista de terroristas de nuestro Gobierno”.
En primer plano, el monumento a Letelier-Moffitt, donde detonó la bomba. Al fondo se puede observar el árbol en el que Michael Moffitt recostó a Orlando Letelier. Allí murió el ex Ministro de Defensa y Canciller chileno, víctima del atentado terrorista del 21 de septiembre de 1976. Foto: CubadebateROSA MIRIAM ELIZALDE |
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