Por Gustavo Espinoza M.
El suicidio de Alan García –y en particular las circunstancias que rodearon el hecho- no sólo conmocionó al país sino que, adicionalmente, dividió aun más a los peruanos y generó un debate que recién se inicia y que tiene que ver con las causas del acontecimiento pero también con el personaje que lo consumó, con las acciones que lo indujeron a hacerlo y hasta con el imperio de la justicia en un país como el nuestro, convulsionado por el accionar de mafias, que ha colocado al Perú virtualmente al borde de un acantilado.
El suicidio, dicen los especialistas, es el acto por el que una persona, de forma deliberada, se provoca la muerte; y suele ser el resultado de una desesperación incontenible derivada de una dolorosa e incurable enfermedad física; de una dolencia mental -depresión, trastorno bipolar o esquizofrenias; o la incidencia del alcohol o el abuso de sustancias toxicas. A menudo ocurre que unos factores se suman a otros, de tal modo que el cuadro del suicidio se torna más complejo.
El uso de armas de fuego –como forma de actuar del suicida-, suele ser en nuestro tiempo la causa principal de estas muertes que se calculan en algo más de 900 mil, en un solo año en el mundo.
Los historiadores recuerdan que el primer suicidio conocido que se registra, tuvo lugar 600 años antes de nuestra era. Periandro uno de los 7 Sabios de Grecia y además Tirano de Corinto; se quitó la vida de un modo peculiar arrastrando en su suerte a otros.
En la antigua Grecia., quitarse la vida era considerado un error irreparable y, por tanto, rechazado-. Platón, sin embargo estableció “excepciones”: El que la muerte, fuese impuesta por el Estado; que derivara de una enfermedad mortal; o que fuere resultado de una desgracia insuperable que rebasara la resistencia emocional del afectado. A esta tercera excepción, podría haber acogido García quien, de alguna manera, se despidió de todos en la rueda de prensa que ofreciera en la víspera.
Todos estos elementos, nos dan aliento suficiente para juzgar el hecho ocurrido el pasado 17 de abril en circunstancia en la que el ex Presidente resistió -a su manera- la orden de captura dictada por el Poder Judicial para el cumplimiento de una prisión preventiva, habida cuenta de la naturaleza de los delitos que se le incriminaban y que eran sustantivamente semejantes a los que habían llevado tras las rejas a variaos de sus colaboradores.
Pero ellos también sirven para desorientar y confundir a personas de buena fe que, sin los antecedentes del caso, y llevados tan sólo por elementos subjetivos; pueden ser susceptibles de engaño. Nadie en su sano juicio, podría decir que Alan García fue víctima de una persecución. Ni que los cargos enarbolados por la justicia contra él, fueran motivados por razones de orden político,
Por el contrario, su detención era esperada hacía mucho tiempo y más bien la ciudadanía se preguntaba por qué ella no ocurría, existiendo poderosos elementos de juicio en su contra. Por lo demás los cargos levantados no tenían ninguna connotación ideológica ni política. Se trataba de acusaciones puntuales derivadas de su propia gestión gubernativa, del uso de fondos del Estado y de recepción de dineros del exterior obtenido en forma dolosa e ilegal.
En el fondo, eran acusaciones en buena medida similares –aunque bastante más graves- que las que llevaron a prisión a Ollanta Humala durante nueve meses; que mantienen tras las rejas a Keiko Fujimori desde diciembre pasado; y que han dado lugar hace apenas unos días a la captura de Pedro Pablo Kuczynski, el presidente peruano electo el 2016.
Bien podría decirse que tres razones empujaron a García a asumir la acción que lo condujo a la muerte. La certeza de la autenticidad de las acusaciones en su contra y la seguridad que en cada caso existían pruebas incontestables; la presencia en su mente de los trágicos hechos que protagonizara en el pasado y que costaran la vida de tantos peruanos –Desde los Penales hasta Bagua, pasando por Accomarca, Llocllapampa, Parcco Alto, Puccas, Pomatambo, Cayara, Santa Rosa, Los Molinos y otros- y el temor a verse recluido en un prisión, él, que jamás había pisado una cárcel en condición de reo.
Sería por eso un grave error de percepción el considerar que las circunstancias de su muerte, borren la responsabilidad de sus acciones. Independientemente del hecho ocurrido, tanto los delitos cometidos en el área de pertinente; como los crímenes consumados contra centenares de ciudadanos; siguen en pie. No han dejado de existir.
En la historia reciente hemos conocido diversos casos de Suicidio. Quizá si el más llamativo haya sido el de Adolfo Hitler. El jerarca Nazi se pegó un tiro para no caer en manos de las tropas soviéticas que llegaron a las puertas de su Bunker en Berlín en los primeros días de mayo de 1945.
Su luctuosa muerte, no lo convirtió en héroe, ni borró sus alevosos crímenes. Para el mundo, Hitler siguió siendo uno de lo más grandes criminales de la historia humana. Y su muerte, fue atribuida a la cobardía que lo atenazó cuando supo que tendría que dar cuenta de sus actos.
En otra dimensión, por cierto, aquí ocurre lo mismo. Alan García nunca será absuelto por la historia
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