Costa Rica: el acelerado reperfilamiento de la identidad nacional hegemónica y las elecciones del 2018
Esta elección ha mostrado la factura que le ha pasado al país el impulso de las reformas neoliberales y su impacto en el orden cultural y político. Ciegos y sordos, los grupos dominantes tienen en su agenda seguirlas profundizando y, con ellas, ahondando las contradicciones que cada vez más perfilan una nueva Costa Rica.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica
La identidad cultural hegemónica costarricense se encuentra en un acelerado proceso de recomposición que se inició en la década de los ochenta del siglo XX. Esa identidad conoció antes tres momentos históricos en los que los lentos movimientos en el orden de la cultura se aceleraron.
Uno, en el último tercio del siglo XIX, cuando la oligarquía criolla se dio a la tarea de conformar la identidad nacional, la cual la hizo girar en torno a algunos postulados ideológicos que adquirieron el rango de “rasgos identitarios nacionales”, siendo uno de los más importantes el de la especificidad costarricense, que establecía que Costa Rica es una nación distinta y mejor que el resto de naciones centroamericanas, marcada por su blanquitud, su cultura superior, su espíritu pacífico y su apego a las reglas y normas del estado de derecho.
Este constructo ideológico se reconfiguró y potenció en la segunda mitad del siglo XX, cuando el proyecto político de los liberales, que había entrado en crisis desde los años treinta, fue reformulado por grupos políticos típicos de la posguerra, los socialcristianos y los socialdemócratas. Esta potenciación y reperfilamiento estuvo signado por la construcción del Estado benefactor, que resaltó características como el respeto del costarricense a los derechos humanos.
Pero el proyecto reformista entró en crisis a inicios de los ochenta, y fue paulatinamente sustituido por un nuevo modelo, el neoliberal, que nuevamente puso su impronta en la identidad nacional hegemónica. En esta oportunidad, el acento puesto por el modelo económico en las exportaciones hacia el exterior, y en la atracción de inversión extranjera y turismo hacia el interior, hizo que apareciera la necesidad de “vender una imagen-país” (pero que también se entronizó al interior del país), la cual se centró en la idea de Costa Rica como paraíso natural, pacífico, alegre y despreocupado; una especie de Edén tropical.
La capacidad del Estado costarricense de construir consenso en torno a estos imaginarios identitarios nacionales fue remarcable. Tuvo como base amplios procesos de cooptación de los sectores populares a través de políticas sociales hasta 1980. El Estado benefactor fue el principal pilar de esa cooptación que le otorgó legitimidad a la hegemonía de las clases dominantes durante la segunda mitad del siglo XX, pero el paulatino impulso de las políticas neoliberales lo puso en jaque, e inició su proceso de desgaste.
Paulatinamente, desde inicios de la década de los ochenta, la homogenidad identitaria se ha venido fragmentando. La narrativa de los grupos dominantes se fue encapsulando en algunos grupos sociales que no fueron tan golpeados por las políticas neoliberales, que llevaron a que Costa Rica se transformara en los últimos 15 años en el país de América Latina en el que más creció la desigualdad.
Quiere decir todo esto que, subterráneamente, sin que la burbuja que contiene el meollo de lo dominante y sus adláteres se diera cuenta, el discurso cohesionador -que antes de las reformas neoliberales tenía una base material y mecanismos materiales y simbólicos para alcanzar el consenso- se fue desgastando.
Este desgaste encontró expresión en lo político hace ya varios años. El primer campanazo que sacó a flote esas corrientes subterráneas de desviación de la norma fueron las elecciones de 2006, cuando el candidato de un partido emergente recién fundado, estuvo a punto de arrebatarle el triunfo a la estrella rutilante del escenario político costarricense, el señor Oscar Arias Sánchez, Premio Nobel de la Paz, campeón de la negociación en la guerra centroamericana y, en esa oportunidad, candidato presidencial por segunda vez.
La segunda advertencia llegó con la aplastante victoria de ese nuevo partido emergente en el 2014. Es en ese momento que se evidencia que existen amplios sectores de la población que están descontentos con el orden de cosas, que se sienten marginados y defraudados en sus expectativas de vida, y que tienen un resquemor con aquellos que identifican como los causantes del estado de cosas que los ha llevado a la marginalidad.
A estos grupos no les calzan las consignas light del modelo identitario nuevo que impulsan los grupos hegemónicos, que giran en torno a la internacionalizada expresión de Costa Rica como país “pura vida”, feliz como ningún otro, amante de la fiesta, la diversión y la fraternización con el visitante extranjero. Ellos se sienten desamparados y sin esperanzas, por lo que buscan refugio en quien se los ofrece a la vuelta de la esquina, en cada cuadra o caserío del país: las iglesias pentecostales.
Es ahí, en esas pequeñas iglesias que impulsan la teología de la prosperidad, en donde encuentran un nuevo sentido de vida que les llena el vacío interior que les deja el ideario neoliberal dominante centrado el individualismo, la competencia y el consumo, pero al que no pueden acceder aunque se les proponga como sinónimo de felicidad.
Las iglesias pentecostales también giran en torno a ese ideario, pero lo complementan con el apoyo ante las dificultades que una sociedad crecientemente fracturada, a la que se le debilitan los lazos de cohesión social, les pone al frente.
Es en ese contexto que se realizan las elecciones de 2018, cuando un candidato proveniente de las filas de esas iglesias irrumpe y avasalla, pasando en primer lugar a la segunda ronda, dejando perplejos a los grupos que vivían en la burbuja. Ahora se dan cuenta que no hay una sino, por lo menos, dos Costa Rica, casi enfrentadas, con valores y perspectivas distintas. La Costa Rica moderna se enfrenta ahora a la Costa Rica que se aferra a valores tradicionales que le dan seguridad ante los cambios a los que se enfrenta el país a inicios del siglo XXI: la creciente violencia y la inseguridad; la galopante corrupción; el mal funcionamiento de los servicios públicos y la inoperancia estatal.
Esta elección ha mostrado la factura que le ha pasado al país el impulso de las reformas neoliberales y su impacto en el orden cultural y político. Ciegos y sordos, los grupos dominantes tienen en su agenda seguirlas profundizando y, con ellas, ahondando las contradicciones que cada vez más perfilan una nueva Costa Rica. Eso quiere decir que, si no se cambia el rumbo, en el futuro, vendrán nuevas sorpresas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario