domingo, 14 de diciembre de 2014

Iguala (México): la noche del 26 de septiembre

7 NOVIEMBRE, 2014  por Esteban Illades


40 días han transcurrido ya desde que el 26 de septiembre en Iguala, Guerrero, 
seis personas murieran y 43 más fueran desaparecidas por las autoridades 
locales y grupos de crimen organizado. 33 días han pasado desde que el
gobierno federal tomara las riendas de la investigación. En la búsqueda de los 
estudiantes no se han encontrado sobrevivientes, sólo ceniza.
La Procuraduría General de 
la República (PGR) anunció 
el día 4 de noviembre –al mes
exacto de atraer la investigación
– que el presidente municipal 
con licencia, José Luis Abarca,
 y su esposa, María de los 
Ángeles Pineda, habían sido 
detenidos. Se les acusa de haber 
dado la orden de acorralar, 
disparar y acribillar a los estudiantes 
de la Escuela Normal Rural Isidro 
Burgos, en Ayotzinapa. Sin 
embargo, sus declaraciones no han sido reveladas.
Si es que algo han confesado, ya que se ha reportado que por lo menos Abarca 
no ha dicho nada.
Hay conductas, eventos y acciones que dan contexto a lo sucedido, que explican 
cómo pudo ocurrir algo de tal magnitud, pero no hay una causa clara: 43 
estudiantes han desaparecido y no sabemos por qué.
Lo que ahora podemos narrar, a partir de distintos testimonios recabados de 
normalistas, testigos e investigaciones periodísticas –aunque con varias lagunas 
que la autoridad deberá llenar en algún momento– es qué ocurrió la noche del 26 
de septiembre.

“Cada año hacíamos lo mismo”
El 26 de septiembre, alrededor de las seis de la tarde, entre 60 y 70 estudiantes 
salieron de Tixtla, con destino a Iguala, aproximadamente a 130 kilómetros de 
distancia. Explica Carlos, uno de los sobrevivientes, que su interés era “botear”, 
o recaudar fondos para sus estudios y sus cultivos. También asegura que 
ninguno de los estudiantes sabía que en ese momento se llevaba a cabo el 
segundo informe de labores de María de los Ángeles Pineda, entonces 
presidenta del DIF municipal.
El otro interés de los estudiantes era tomar autobuses de pasajeros, retenerlos, 
y utilizarlos para sus prácticas de campo. Esto, según Omar García, un 
estudiante de segundo año de la Normal, se les perdona de cierta forma por el 
conductor y la compañía. “Hay lo que nosotros llamamos una carta de liberación, donde se especifica ‘Normal Rural de Ayotzinapa, dirigido a la empresa tal’, se le dice 
‘se retuvo los días ta ta ta, por el motivo tal, por lo que solicitamos le reembolse 
al chofer los gastos que hemos hecho. Por su cooperación muchas gracias’”.
Las prácticas de campo, como relata el profesor Jorge, egresado de la Normal 
hace décadas, son viajes en los que los alumnos observan trabajar a los 
maestros. “Se trataba de que el muchacho viera cómo es la entrada, la hora del 
recreo y la salida. Cuáles son los monumentos a los que lleva el maestro a los 
niños. Los muchachos llevan su diario de campo, su diario de observación, 
también llevan guías que les dan en otras asignaturas en las cuales van 
rellenando lo que van viendo”.
El día que los estudiantes –en su mayoría de primer año, por costumbre de la 
escuela– fueron a Iguala, recuerdan, iban por dos o tres autobuses para hacer 
el recorrido de prácticas en la Costa Chica, entre Acapulco y Oaxaca, y después incorporarse a una manifestación en recuerdo por el 2 de octubre.
Al llegar a la ciudad se hicieron con un autobús Estrella de Oro y dos de Costa 
Line.
Originalmente iban a Chilpancingo por ellos, pero un operativo de la policía les 
impidió acceso. Fue por ello que decidieron “retener” uno que iba hacia Iguala, 
que ya tenía pasaje. El chofer aceptó llevarlos, pero primero fue a dejar a sus 
pasajeros a la Central de Autobuses, ubicada en la calle de Salazar, a un costado
del mercado municipal, en pleno centro de la ciudad.
El problema era que, para salir al Periférico, en cualquiera de sus direcciones, 
tenían que tomar una de las avenidas principales de la ciudad, y pasar cerca de 
la Plaza de las Tres Garantías –el zócalo–, donde la fiesta de Pineda estaba en 
su máximo momento. Según los testimonios, eran cerca de las ocho de la noche 
cuando, a bordo de los tres autobuses, intentaron emprender el camino hacia a Chilpancingo.
Pero las patrullas municipales se les cruzaron en el camino. Hubo disparos, 
primero al aire y después hacia los autobuses. Los autobuses aceleraron y 
rompieron el cerco. Según testimonios, los policías gritaron que se fueran, 
porque si no los iban a matar. El discurso de Pineda estaba por terminar, y su 
esposo, así como el comandante del 27 Batallón de Infantería, estaban 
observando desde la primera fila. Los alumnos relatan que no hubo heridos.
Éste es el primero de tres enfrentamientos con hombres armados. Los 
normalistas no traían nada, sólo piedras que recogían mientras escapaban.
A vista de todos
Otro de los estudiantes, Uriel, narra que al intentar salir de la ciudad, los empezaron
a perseguir más patrullas municipales, que les impidieron el paso al crear una 
barricada enfrente de los autobuses, a la altura del Periférico. “Normalmente lo 
primero que hacen es el diálogo. Esta vez nos sorprendió porque no fue así. 
Nosotros nos bajamos y alzamos las manos para dialogar y fue cuando nos 
empezaron a disparar. Un compañero recibió un balazo en la cabeza”.
No todos los normalistas bajaron de los camiones al empezar la balacera. 
“Alrededor de 25 nos escondimos entre los dos autobuses de Costa Line”, relata 
el sobreviviente. Él y otro compañero intentaron mover una de las patrullas que 
bloqueaban la salida al Periférico. Al empujar la patrulla pasaron las balas a 
escasos centímetros de Uriel. Una de ellas hizo impacto en el cráneo de su 
compañero Aldo Gutiérrez Solano, de 19 años y originario de Tutepec, en Ayutla.
El disparo, proveniente de un AR-15, fue fulminante. Aunque los normalistas, 
con ayuda de una ambulancia, consiguieron trasladarlo a un hospital, Gutiérrez se encuentra en coma y ha perdido el 65% de la función cerebral. En caso de que 
sobreviva, jamás podrá volver a interactuar con otra persona.
Los disparos continuaron, tal vez media hora, tal vez una hora más. Uno de los 
policías, según otro sobreviviente, de nombre Alex, se reía mientras ocurrían los 
tiros. Entre la refriega, alcanzó a escuchar que gritaba: “En Iguala tenemos una 
ley.
A todos los que agarramos, si los quieren encontrar, los van a encontrar muertos”.
Los estudiantes ya habían mandado mensaje por celular a la sección local de la 
CETEG, el sindicato de maestros. También a sus compañeros en Tixtla, que 
venían regresando de hacer sus prácticas en la Costa Chica. Los trabajadores de 
la CETEG llegaron rápido, y con ellos también apareció la prensa. Varios 
recuerdan a un reportero que parecía ser de Televisa, y que traía su propia cámara.
Los compañeros que estaban regresando a la escuela –entre los cuales se 
encontraba Omar García–, abordaron una vez más las camionetas modelo Urvan 
que tenían para transportarse. Dice Omar que iban “demasiado rápido” y que se 
“pudieron matar” en el camino. Pero lo único que querían era llegar con los de 
primer semestre. Según él, la sola presencia de más normalistas podría servir para desactivar el conflicto. No fue así.
Hubo una pausa en los disparos. De horas, según testigos. Para algunos parecía 
ser el fin del castigo. Los municipales habían bajado a otros estudiantes, y 
comenzabaa ponerlos contra el suelo para detenerlos. No se sabe por qué. 
También recogían los casquillos que habían disparado para limpiar la escena.
Pronto llegaron otras camionetas modelo pick-up, entre ellas una roja de doble 
cabina. De ahí salieron encapuchados vestidos con ropa de civil. Y con armas de 
un calibre mucho más grueso. Mientras los policías portaban pistolas nueve 
milímetros, los nuevos atacantes contaban con rifles y fusiles con cargadores de 
disco. Francisco, otro estudiante, los describiría días después como miembros de 
los Guerreros Unidos.
La refriega fue mucho peor. Volaron ventanas de los autobuses, llantas; todo quedó perforado. Llegaron las Urvan de la Rural. Cuando Omar logró subir a uno de los 
autobuses, veía “chorros de sangre” y “sangre coagulada” en los asientos. A las 
personas que disparaban poco parecía importarles que estuvieran rodeados de 
gente. El reportero con la cámara huyó. Si grabó algo con ella no se sabe, pues los 
videos que circulan en redesfueron tomados por celular. Los testigos comenzaron a 
correr. Y también algunos de los estudiantes, en varias direcciones.
Dos de ellos fueron alcanzados por las balas. Daniel Solís Gallardo y Julio César
Ramírez Nava. Solís era de Zihuatanejo y tenía 18 años. Antes de ingresar a la 
Normal había vivido con su familia en una casa de láminas de cartón. Ramírez 
tenía 23 años. Cuando le entregaron el cuerpo a su madre, ella preguntó en voz 
alta: “¿Cómo voy a hacer para enterrar a mi hijo si no tengo para comer?”.
Un tercero, también de nombre Julio César (Mondragón Fontes), apodado “El 
Chilango” por haber vivido en el Distrito Federal, aunque originario del Estado de 
México –fue guardia en el centro comercial de Santa Fe antes de ingresar a la 
Normal–, sufrió un destino mucho peor. “El Chilango” acababa de regresar a la 
escuela después de escaparse unos días para ver a su hija, que había nacido 
dos meses antes. Había ingresado a la Normal después de haber sido expulsado 
de otra –por ausencias para ayudar a sus padres–. Mondragón intentó correr 
pero fue detenido por uno de los “civiles” que disparaban. Al ser agarrado, le 
escupió en la cara al captor. Al día siguiente su cuerpo fue encontrado en un 
basurero. Había sido desollado. Su familia lo reconoció por la bufanda alrededor 
del cuello.
Apenas a esa hora –cerca de las 11– fue cuando la Procuraduría Estatal dice 
recibir los primeros reportes de que algo sucede cerca del Periférico de Iguala.
Omar y otros compañeros, uno de ellos Edgar Andrés Vargas –actualmente en 
espera de cirugía reconstructiva tras perder la mandíbula por un disparo– intentaron 
buscar atención médica. Se refugiaron en la primera clínica que vieron, donde les 
negaron atención por no tener un cirujano de guardia. Entonces, dicen, aparecieron 
los militares. “Nos decían cállense, ustedes se lo buscaron”, cuenta Omar. Les 
quitaron sus pertenencias, los catearon. Los estudiantes sólo imploraban que les consiguieran una ambulancia, pues Vargas se desangraba. Después de varios 
minutos, les devolvieron lo que les habían quitado, y a regañadientes admitieron 
que no los buscaban a ellos. Dijeron que llamarían a la ambulancia, cosa que 
nunca sucedió. La tuvieron que encontrar por sus propios medios.
Mientras tanto, Uriel se escondía en un terreno baldío. Dice haber pasado seis 
horas entre matorrales.
Al mismo tiempo, un taxi circulaba por la zona. Blanca Montiel Sánchez, su única 
pasajera, murió al momento a causa de la balacera.
Un cuarto autobús apareció; también con dirección Chilpancingo, pero sin ninguna 
relación con los normalistas. Transportaba a tres árbitros y a un equipo de futbol 
de Tercera División. Los Avispones venían de ganarle 3-1 de visita a las Iguanas, 
e iban de regreso a casa. No queda claro si los confundieron, pero también fueron 
objeto de la furia de los tiradores.Victor Manuel Lugo Ortiz, chofer del autobús
recibió un tiro en la cabeza. Falleció instantáneamente. David Josué García 
Evangelista, de 15 años, con una pierna zurda envidiable y sueños de llegar a 
ºPrimera División, también perdió la vida.
Los policías municipales, en colusión con los otros tiradores, utilizaron las patrullas 
para llevarse a cuanto estudiante pudieron. En un video se ve cómo, después de 
que termina la balacera –a primeras horas de la madrugada– transportan en la 
parte trasera de las patrullas a los normalistas. La versión relatada por el 
Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, sostiene que los 
llevaron a la comandancia local, donde fueron entregados a policías de Cocula, 
el municipio colindante.
En los días posteriores, cuando los estudiantes hicieron cuentas, y cuando 
aquellos que se habían escondido regresaron, notaron que todavía faltaban 
varios. La Procuraduría local dijo que tenían el reporte de 43 desaparecidos, 
cuando en un inicio se había dicho que eran 57. Los familiares y los estudiantes 
terminaron por aceptar la cifra oficial, aunque por semanas su número fue distinto. Faltaban 38.
Un normalista de nombre Ernesto, en compañía de otros sobrevivientes, fue a la 
comisaría local. No se sabe si horas o días después de lo sucedido. Vio a Felipe 
Flores, secretario de seguridad, y primo de Abarca, quien sin parpadear le dijo 
que ahí no había llegado ningún detenido y que a él no le constaba que hubiera 
habido un tiroteo en Iguala la noche del 26 de septiembre.

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