sábado, 29 de septiembre de 2018

Ayotzinapa: la hora de la verdad

Por Luis Hernández Navarro (*)

“Da coraje, muchísimo coraje. No sabemos desde dónde viene la orden de que no se realicen las investigaciones. Tienen la orden de no sacar la verdad que están escondiendo. Tienen la orden de no seguir las líneas de investigación. Hacen muy bien su trabajo de no encontrar la verdad”, expresa Mario César González sobre las autoridades responsables de esclarecer el caso de Ayotzinapa.

Don Mario es el padre del estudiante César Manuel González Hernández, desaparecido el 26 de septiembre de 2014 junto a otros 42 compañeros. Tiene 53 años de edad y los pasados cuatro los ha pasado buscando a su hijo día y noche. Cuatro años llenos de mentiras, de injusticias, de dolor, lejos de su hogar en Huamantla, Tlaxcala.
Él era soldador. Trabajaba duro. Quería que su hijo estudiara derecho en la Universidad de Puebla para que no sufriera lo que él había sufrido. Pero César quería ser maestro y se inscribió en Ayotzinapa. La última vez que lo vio con vida fue el 8 de septiembre de 2014 en la Normal de Panotla, en Tlaxcala. Trató de convencerlo de que se quedara y no regresara a Tixtla. Fue inútil, el muchacho quería ser normalista.
Desde que don Mario se enteró de la desaparición de su hijo no para de buscarlo. No se resigna. Pero el dolor no cesa. Por el contrario, se profundizan más sus heridas y la desesperación crece. El colmo fue cuando el gobierno intentó sobornarlo para que abandonara al resto de los familiares. Rechazó indignado la afrenta. ¡Mi hijo no se vende!, les dijo.
El sufrimiento no disminuye con el paso de los años. Ni el suyo ni el del resto de los padres y hermanos de los estudiantes desaparecidos. La desaparición forzada es uno de los delitos más atroces. Las familias sufren en el primer momento el terrible golpe de la ausencia. Luego padecen la aflicción de la búsqueda y la incertidumbre. No tienen forma de procesar el duelo. No tienen manera de decir adiós.
Al dolor del día a día se le suman los conflictos que surgen en la familia. El desasosiego que sufren los otros hijos, el que vive la esposa que no anda en la movilización porque tiene que hacerse cargo de sacar adelante a los más pequeños, pero que llora todos los días con la ansiedad de no saber dónde está su hijo. La aflicción de la madre que reza cada noche para pedir por la aparición con vida de su muchacho, y despierta sin que sus plegarias hayan sido ­atendidas.
Al desconsuelo de la ausencia se le agrega la culpa. No son pocos los padres que se dicen: “yo no quiero ni llegar a mi casa. ¿Qué le digo a mi hijo pequeño cuando me pregunte: ¿‘papá, ya trajiste a mi hermano?’ ¿Cómo le explico que no?” Y los que, desde la desesperación de su impotencia, se dicen a sí mismos que no sirven para nada, que son cobardes, que son inútiles porque no han podido traerles a sus otros hijos a su hermano.
El sufrimiento, las culpas, las malpasadas han tenido efectos devastadores en la salud de los familiares. Los padecimientos que ya tenían se han empeorado, al tiempo que les brotan nuevas enfermedades. En 16 de las 43 familias de los muchachos desaparecidos hay dolencias muy graves, en su mayoría relacionadas con diabetes, hipertensión y mala alimentación.
Apenas a comienzos de febrero pasado falleció Minerva Bello Guerrero, madre de Everardo Rodríguez Bello, el cuarto de siete hijos. La tía Mine, como la llamaban sus cercanos, era una mujer alegre, que disfrutaba bailar, hasta que la tristeza provocada por la desaparición de su hijo la apagó. En el lecho de muerte, pidió a su hija que encontrara a su hermano y lo abrazara tan fuerte como pudiera.
Francisco Rodríguez, marido de doña Minerva, usa una camiseta con la frase: Moveré montañas para estar contigo. Tampoco se rinde. Prometió a su esposa que iba a encontrar a su hijo Evererado, y no piensa parar hasta cumplir con la promesa.
Las familias de los normalistas la des­pidieron con un parte de guerra: mu­rió combatiendo el cáncer y la impunidad de un gobierno que nunca le dio respuesta sobre el paradero de su hijo. Descanse en paz.
Como don Francisco, el resto de los familiares de los estudiantes de Ayotzinapa desaparecidos no cejan en su empeño de que haya verdad y justicia. No piensan hacerlo. No lo harán.
En una nación en que cadáveres sin nombre son transportados en tráile­res refrigerados durante meses, y en el que cada semana aparecen nuevas fosas clandestinas, la dignidad y persistencia de los padres de los 43 son la simiente de otro país. Su inclaudicable lucha por la verdad y la justicia es un punto crítico de la salud pública nacional.
A Enrique Peña Nieto y a los funcionarios de su gobierno involucrados con el caso los perseguirá siempre el fantasma de Ayotzinapa. El futuro gobierno tendrá en la noche de Iguala una prueba de fuego definitiva. De su decisión de tocar los intereses que frenan el esclarecimiento de los hechos, de su voluntad y capacidad para resolver el crimen de lesa humanidad dependerá, en mucho, el juicio de la historia. Más allá de comisiones, es la hora de la verdad.
(*) Luis Hernández Navarro (Ciudad de México, 1955) escritor y periodista, coordinador de la sección de Opinión del diario La Jornada. Colabora en publicaciones como The Guardian y Carta Maior.

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